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martes, septiembre 28, 2010

Los asesinos que nos dieron patria


por Gabriel Zaid


Pocas personas saben algo de sus tatarabuelos, menos aún de sus antepasados de hace siglos. Hay algo noble y épico en reconstruir la historia de cualquier familia; y los aristócratas, por razones nobles o prácticas, fueron los primeros interesados en tener presente su pasado y asumirlo orgullosamente, con los retoques necesarios.

Alex Haley democratizó ese interés. Investigó sus orígenes y supuestamente los encontró en una aldea de Gambia, donde 200 años antes Kunta Kinte fue secuestrado y vendido como esclavo en Maryland. La historia novelada de su familia (“Roots: The saga of an American family”, 1976) resultó ser en parte el plagio de otra novela, pero fue un bestseller que vendió millones de ejemplares, se convirtió en una serie de televisión y popularizó la búsqueda de raíces. Surgieron expertos, cursos, libros y hasta programas de computación para ayudar a las familias a rastrear sus orígenes. Es de suponerse que muchas abandonaron la investigación al encontrar detalles embarazosos.

La novelización de los orígenes (estudiada por Cornelius Castoriadis en “La institución imaginaria de la sociedad”) es milenaria. De las tribus pasó a las aristocracias y de éstas a la historia oficial de los Estados modernos. En el siglo XIX se multiplicaron los himnos nacionales, las banderas nacionales, los gloriosos orígenes nacionales, las grandes fechas nacionales y las figuras instituidas como Padres de la Patria. En el siglo XX, al retirarse las potencias coloniales, los nuevos Estados inventaron sus propios orígenes gloriosos, se dieron de alta en las Naciones Unidas y construyeron gloriosos aeropuertos internacionales, para que las visitas supieran que llegaban a un país importante, de antiguas raíces, pero plenamente moderno.

El historiador Luis González habló irónicamente de la “historia de bronce” que ha prevalecido en México, y mostró algo distinto al escribir la microhistoria de su pueblo natal: San José de Gracia, Michoacán (“Pueblo en vilo”, 1968). Es una historia sin orígenes gloriosos ni episodios monumentales, cuyo verdadero protagonista es la vida cotidiana. Pero la vida cotidiana, laboriosa, constructiva, llena de pequeños triunfos creadores, nunca estará en letras de oro en la Cámara de Diputados, donde está el nombre de Francisco Villa y muchos otros asesinos.

El 26 de enero de 1988, Australia celebró el bicentenario de su fundación. Hubo protestas indígenas, alegando (con razón) que Australia ya existía cuando llegaron los primeros colonos británicos; que la fecha celebraba una invasión. Pero lo más notable del asunto es quiénes habían llegado a fundar la colonia: asesinos y otros criminales que, en vez de ser colgados, fueron desterrados a pasar el resto de sus días en aquel remoto lugar. El origen glorioso del Estado australiano es un penal, como las Islas Marías. Es de suponerse que muchos australianos lo toman con humor, aunque algunos proponen cambiar la fiesta nacional a una fecha menos embarazosa.

Miguel Hidalgo en 1810 hizo cosas que no se pueden tomar con humor, como abandonar el fomento de talleres artesanales, viñedos y la crianza de gusanos de seda para lanzarse a “coger gachupines”; y usar la imagen de la Virgen de Guadalupe para legitimar un movimiento que degollaba civiles prisioneros. Fue un irresponsable, como Francisco I. Madero en 1910, cuando abandonó la lucha cívica para legitimar un movimiento donde destacaron asesinos como Rodolfo Fierro (el de “La fiesta de las balas” narrada por Martín Luis Guzmán).

El historiador Enrique Krauze ha propuesto no celebrar en el 2010 esas dos fechas sino dos largos siglos de construcción nacional. Tiene razón. La repugnancia que hoy se tiene a la guerra debe extenderse a las guerras civiles. El 16 de septiembre de 1810 y el 20 de noviembre de 1910 no son fechas gloriosas. Interrumpieron, en vez de acelerar, la construcción del país. Destruyeron muchas cosas valiosas. Causaron muertes injustificables. Lo que los indios, mestizos y criollos habían venido construyendo después del desastre de la Conquista alcanzó un nivel sorprendente en el siglo XVIII, que se perdió con los desastres de la Independencia y la Revolución.

Destronar unas cúpulas para que suban otras es inevitable, y puede ser deseable, pero no a costa de la sangre de los que no están en la cúpula, ni del caos de la vida cotidiana, ni de las destrucciones absurdas. Brasil se sacudió el dominio portugués sin una guerra de independencia. España se sacudió la dictadura franquista sin otra guerra civil.

México no empezó hace 200 años. Los verdaderos Padres de la Patria no son los asesinos que enaltece la historia oficial, sino la multitud de mexicanos valiosos que han ido construyendo el país en la vida cotidiana, laboriosa, constructiva y llena de pequeños triunfos creadores.